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Image credit: © Nicole Neri/The Republic, Arizona Republic via Imagn Content Services, LLC

Traducido por José M. Hernández Lagunes

Hay relativamente pocos ensayos filosóficos sobre el tema de la suerte. Esto probablemente no debería sorprender, ya que la filosofía se ha dedicado durante mucho tiempo a dar sentido, y la suerte es un reflejo de lo que no tiene sentido, de lo incognoscible. Las ciencias, incluido el béisbol, han tomado generalmente el concepto de suerte como un desafío; después de todo, la suerte, como el concepto de magia, es a menudo simplemente la manifestación de eventos causales o correlativos que nosotros, como testigos, no entendemos. Durante una generación, los aficionados al béisbol veían cómo los strikes apretados iban en contra de su equipo y se lamentaban de su “mala suerte”, sólo para descubrir que ésta no estaba tan basada en el azar como parecía. (Media década de análisis de béisbol eludió el concepto de suerte mejor conocido como BABIP, por ejemplo, hasta que mejores números revelaron finalmente una salida a ese laberinto). Todos comprendemos secretamente lo afortunados que somos, y esperamos aún más secretamente que algún día, con nuevas pruebas, podamos demostrar que no fue suerte después de todo.

Nos cuesta incluso transmitir lo que entendemos por suerte. En realidad, se puede dividir la palabra en dos conceptos muy distintos: la suerte no relacional, o la suerte basada en acontecimientos discretos (un tiro afortunado, por ejemplo, o un rebote afortunado) y la suerte relacional, una persona afortunada. El primero de ellos es bastante sencillo de tratar, en el sentido de que cualquier cálculo de probabilidades es sencillo: sólo hay que multiplicar el valor de cada resultado potencial por la posibilidad de que ocurra, y si lo que ocurrió tiene un valor superior a la media, la mayoría de la gente lo considerará afortunado. El problema es que lo último, la idea de la persona afortunada, es en realidad el uso más común (y más complicado) de la palabra.

Bueno, y el otro problema es que nadie utiliza realmente la palabra suerte para situaciones no relacionales de la forma que he descrito antes, porque nadie hace las cuentas. Ambas definiciones se encuentran con el mismo problema: tomemos un receptor promedio, digamos Tyler Flowers. (Ríete, pero está proyectado para obtener 1.5 WARP en 2022, incluso en el retiro.) Su trabajo es tomar strikes en los bordes de la zona y convertirlos en strikes reales. Si le lanzaran una serie de picheos con una probabilidad de strike cantado de 0.90, y lograra que los 10 fueran strikes cantados, sería técnicamente “afortunado”, y sin embargo nadie en el mundo lo llamaría así. La suerte, en el lenguaje común, exige tanto visibilidad como un cierto umbral de ganancia. No lo llaman “encontrar una moneda de la suerte” porque la moneda en sí misma valga la pena arrodillarse; tenemos que imbuir nuestra superstición en el cobre.

Pero aunque el sistema probabilístico de la suerte es el más común en el béisbol, dada la capacidad de este deporte para cuantificar los resultados y las posibilidades de que se produzcan, no es el único. El filósofo Fernando Broncano-Berrocalar sostiene que la suerte está fundamentalmente conectada con el riesgo, y que los sistemas probabilísticos no captan cómo la gente realmente se considera afortunada. Si uno sobrevive a un accidente de avión, o a un recorte de personal en la oficina, o a un feo lanzamiento en la muñeca, es probable que le llamemos afortunado no por las probabilidades de que su bienestar haya disminuido, sino por el tremendo riesgo personal del que se ha librado, independientemente de la probabilidad de que lo hiciera.

Sin embargo, hay un elemento crucial en lo que hace que alguien o algo tenga suerte, que nos obliga a volver a Tyler Flowers: la estipulación de que la suerte requiere un elemento fuera del control del actor. Esto no quiere decir que cada persona que gana la lotería tenga control sobre su capacidad para elegir los números ganadores. Significa que si alguien puede controlar el resultado de una situación, y tiene conocimiento de qué resultados le benefician, no lo consideraríamos suerte. La bola rápida tiene que llegar demasiado rápido para poder esquivarla.

Esta idea, llamada la cuenta de la falta de control de la suerte, se siente segura e intuitiva. Sin embargo, es filosofía, así que, por supuesto, siempre hay que meterse en la maleza. Al fin y al cabo, si alejamos lo suficiente, ninguna acción está totalmente controlada; ninguna información es perfecta, ningún entorno está sellado al vacío. El meteorito puede caer y acabar con las mejores intenciones en cualquier momento. El camión que se pasa el semáforo en rojo podría haberse esquivado si uno no se hubiera levantado de la cama esa mañana. La filosofía siempre nos obliga a redondear, y a encogernos de hombros ante la inevitable falacia tu quoque proveniente de las gradas. Pero el verdadero problema con el relato de la falta de control de la suerte no es su viabilidad lógica, sino el hecho de que nos obliga a aceptar su horrible suposición: que no lo controlamos todo.

El concepto de suerte es lo suficientemente fuerte como para derribarlo todo. Los humanos inventaron dioses de la ira para explicar los desastres naturales que deshicieron vidas y logros. El béisbol inventó mitos para inculcar a los héroes la predestinación. Aceptar que la suerte existe mancha todo el concepto de heroísmo, al menos desde el punto de vista del marketing. Incluso arruina el análisis, al insinuar que hay fuerzas más allá de nuestra vista. Es comprensible correlacionar la suerte con el riesgo porque así podemos cargar todo el significado de la una en la otra. El riesgo, al fin y al cabo (como señala Broncano-Berrocalar) vive en tiempo futuro; la fortuna sólo existe en el pasado. Podemos aceptar una conceptualización sin conocimiento de causa de exactamente uno de ellos.

Vivir en un universo de azar es abandonar la pretensión de seguridad y comodidad. Significa saber que todo puede desaparecer mañana. Lo hemos intentado a varios niveles, y nunca funciona realmente: la amenaza de aniquilación nuclear se convierte rápidamente en un ejercicio practicado de supervivencia. A la hora de la verdad, siempre nos mentiremos a nosotros mismos para evitar el terror del sinsentido. Resulta difícil no defenderlo.

Pero, por lo general, no nos lo echan en cara. Y para los aficionados al béisbol, ahí es donde estamos ahora: el universo no puede ser más indiferente que en medio de estas negociaciones públicas y díscolas, ya que los dueños continúan bloqueando tanto a los jugadores como a los aficionados mientras siguen presionando para obtener más ventajas en su propio deporte privado. La desesperación se materializó en un anuncio a toda página en el diario Milwaukee Journal Sentinel en el que se pedía la creación de un “Sindicato Nacional de Aficionados” para hacerse un hueco en la actual batalla laboral. El propósito de este ensayo no es evaluar el valor de los argumentos del “sindicato”, por ridículos que sean—imagínate el concepto de exigir formar parte de la decisión de cómo se asignan los ingresos de tu tienda de la esquina, o reclamar que los cajeros ganan demasiado—sino subrayar la grave necesidad de que la gente sienta la necesidad de tener una voz, de tener algún control.

¿Tienen los aficionados mala suerte en el momento actual? Según la definición de la cuenta de la falta del control de la suerte, sí: un acontecimiento externo ajeno a su control ha disminuido su felicidad. Según la definición moderna de consumo, probablemente no lo sean. Internet está repleto de privilegios abusivos, de consumidores que se quejan del producto que “merecen”. Salvo que en este caso, a diferencia de lo que ocurre con los videojuegos y las secuelas de los Cazafantasmas, tienen algún derecho; incluso sin el béisbol, los aficionados siguen pagando por el béisbol, a través de las infladas suscripciones de TV por cable y los impuestos locales de los estadios. Se podría argumentar que la pendiente resbaladiza del meteorito se aplica aquí, y que los aficionados tienen cierta medida de control: la decisión de boicotear o no. Pero el coste personal de esa decisión, el abandono de tanta historia, por muy hundido que esté el coste, se determina en una mesa a la que ninguno de nosotros puede llegar. En realidad, acaba siendo la peor clase de mala suerte: la que te castiga dos veces, te quita tanto lo que amas como el orgullo de haber pensado que alguna vez lo poseías.

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