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Image credit: USA Today Sports

Traducido por Marco Gamez 

El versículo de la Biblia en el perfil de Twitter de Rafael Palmeiro dice:

“Pero él me dijo: ‘Mi gracia es suficiente para ti, porque mi poder se perfecciona en la debilidad’. Por lo tanto, me jactaré con mucho gusto de mis debilidades, para que el poder de Cristo descanse sobre mí. Por eso, por el amor de Dios, me deleito en las debilidades, en los insultos, en las complicaciones, en las persecuciones, en las dificultades. Porque cuando soy débil, entonces soy fuerte”.

Después de eso, otra palabra: Fe.

Ser un atleta profesional – diablos, ser un adulto normal – requiere un cierto nivel de fe. La fe en uno mismo, el optimismo infatigable del atleta que excluye la posibilidad del fracaso; o, en tiempos de fracaso, fe en la ley de los promedios. Cuando cruzamos la calle creemos que los autos obedecerán a la pequeña luz roja y no nos atropellarán, no acabarán con nuestras vidas y nuestros amores en un solo momento. La fe es tanto una virtud como un defecto trágico, según cómo termine la historia.

Fe es Rafael Palmeiro, de 53 años, tan pequeño y pixelado que casi parece ser su propio personaje de videojuego, escondido en ropa blanca de algodón mientras practica bateo. Son unos extraños 45 segundos de video: la jaula de bateo vacía se siente un poco opresiva, como el agarre de un barco. Palmeiro se balancea como si estuviese bajo el agua, suavemente, como un columpio tan increíblemente lento que cuando conecta, y la pelota vuela hacia un campo derecho invisible, el tiempo mismo parece arrastrarse.

Fe es Palmeiro discutiendo el mes pasado con los periodistas su regreso al beisbol, descartando la posibilidad de viajar en autobuses con adolescentes: “Si voy a los entrenamientos de primavera con una oportunidad legítima para formar parte del equipo, no tendré que ir a las menores”, dijo. Una cita, aquí, es necesaria. Pero su motivación no es difícil de entender. Bud Selig ya tiene su lugar en el Salón de la Fama, y ​​Barry Bonds y Roger Clemens no parecen estar muy atrás. Palmeiro está buscando, ya sea por narrativa o tecnicismo, una oportunidad de probar que él pertenece a ese grupo, que todavía puede cambiar su historia.

Obviamente, esto es una locura. Cada primavera está salpicada de regresos, fertilizando los campos de febrero, con resultados mixtos. Un año será Brad Penny, un rumor creado para generar rumores, materia prima para los memes. O un Tim Lincecum enigmático. O un rejuvenecido Colby Lewis, o José Rijo, llevando su voto al Salón de la Fama con él al montículo. O está Ed Vosburg, un capítulo especial para él: un jugador de ligas mayores a los 24 años, otra vez a los 28, fuera del béisbol a los 32, lesionado a los 38 y de nuevo a los 45, exiliado y campeón. Estas historias son eternas, transmiten valentía. Todos requerían la misma fe, la capacidad de excluir a las personas que lo llamaban locura.

Pero nadie ha hecho lo que Palmeiro planea hacer, lo planea como si fuera tan sencillo como uno de sus ajustes en la jaula de bateo. Julio Franco se retiró de las Ligas Mexicanas a los 50 años, después de haber jugado 40 años y entrenando regularmente. Jim Palmer, a los 46 y siete años de su última apertura, ya en el Salón de la Fama, duró dos entradas durante la primavera antes de capitular. Este no es el sueño de un lanzador cuyo brazo ya no parece palpitar, o del primera base jugando con una bola de nudillos. Este es un hombre que intenta hacer exactamente lo que había hecho una década y media antes, cuando ya no era capaz de cumplir la tarea, pero dispuesto esta vez a ser diferente.

***

Hace casi tres décadas, cuando Palmeiro todavía era una estrella en ascenso, otros hombres pasaron por lo que él ahora experimenta. El desarrollador inmobiliario de Colorado, Jim Morley, decidió crear su propia liga de béisbol, eligiendo, para ir contra lo establecido, colocarla en la soleada Florida, entonces sin béisbol, disputarla en los meses de invierno, y llenarla con un recurso sin explotar: jugadores retirados de Grandes Ligas. La Senior League se desarrolló durante una temporada y media antes de disolverse, y resultó ser una idea fascinante y defectuosa. Morley esperaba que los viejos ciudadanos de la Florida, muchos de ellos jubilados provenientes de otros estados o turistas, se congregaran para ver a sus viejos jugadores favoritos luchar por una oportunidad más de gloria.

La liga tuvo algunos nombres célebres: Fergie Jenkins, Rollie Fingers, Bill Madlock, Graig Nettles. Pero ellos aprendieron rápidamente, lo que Palmeiro aún no ha descubierto, que cuando el béisbol ya anuncia que entras en la edad de la jubilación, la juventud fácilmente supera al talento. Uno de los mejores jugadores de la liga fue el famoso Tim Ireland, con sus ocho apariciones al plato en Grandes Ligas. Con 36 años, un poco más del límite de edad mínima para jugar en esa liga, la juventud de Ireland le dio una gran ventaja, la cual creció a medida que avanzaba la temporada y los isquiotibiales de toda la liga comenzaron a deshilacharse. Las estadísticas para la liga senior son difíciles de conseguir, pero Ireland terminó el año bateando .374, con un porcentaje de alcanzar base de .434.

La liga y sus jugadores provocaron una reacción similar a la que ahora recibe Palmeiro: curiosidad, diversión, pero sobre todo incomodidad al ver hombres que no pueden resignarse al retiro. En su libro, Extra Innings, David Whitford se sienta con Bob Stoddard, un relevista intermedio en los años 80 que sabía, a diferencia de la mayoría de los otros, que esta no era una audición para una invitación de primavera, y que a los 36 años su carrera en las Grandes Ligas casi con toda seguridad había terminado. Cuando se le preguntó por qué seguía jugando, respondió:

“Aceptas el hecho de que no eres lo que eras cuando tenías veintidós años. Sé que no voy a ser tan bueno como una vez fui. Sé que ya no puedo tirar la pelota a noventa y cinco millas por hora. Pero sé que sé cómo lanzar, y sé que estos muchachos saben cómo batear. No voy a jugar pensando que es una broma. Todos los días que lanzo, incluso ahora, aprendo más sobre el juego”.

Lo que encontramos no es un hombre atrapado en su propia juventud, aferrándose a su fabuloso estatus como jugador de Grandes Ligas de Béisbol. Stoddard está haciendo lo contrario: envejecer, crecer, aprender lo que hizo mejor que cualquier otra cosa en su vida. Es admirable, es inofensivo, y sin embargo para la mayoría de nosotros, es tan claramente triste.

***

La noticia del regreso de Palmeiro ha sido recibida con desprecio universal: desprecio por el hombre que usó esteroides y mintió al Congreso, desprecio por el anciano triste que ensuciaba lanzamientos en una jaula de bateo, y soñando como un niño. Es un desprecio democrático, un odio común por la persona que merece una atención inmerecida, que no está satisfecho con su fama y sus millones. Somos una cultura paradójica, blandiendo un espíritu de soñar y escalar, pero derribando a aquellos que se consideran especiales y no conocen su lugar. Para la ex estrella, es solo otro elemento de su propia narrativa, la debilidad y la duda que debe superar.

Pocas cosas en el béisbol inspiran ira tan eficientemente como el jugador de pelota que se niega a retirarse, y en cambio empaña su propio legado y nuestros recuerdos, como el difuminado Ken Griffey Jr. durmiendo en el clubhouse. Es extraño que hayamos decidido hablar en nombre de los jugadores a este respecto, particularmente en el béisbol moderno, con su enfoque en la asignación de tareas a los recursos humanos. Al jugador de hoy simplemente se le pide que ejecute en la situación que se le proporciona. Si Palmeiro está verdaderamente acabado, la mano invisible del béisbol lo dejará de lado; ciertamente ningún equipo estará interesado en agregarlo solo por su presencia en el clubhouse. La realidad asfixiará a Palmeiro sin nuestra ayuda.

Pero si nos olvidamos de esa realidad, ¿qué queda? Un hombre que desea ser un jugador de Grandes Ligas, como el resto de nosotros, pero sin miedo. Eso, más que cualquier otra cosa, es su verdadero crimen.

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